jueves, 15 de noviembre de 2018

Malas noches



Dicen que el miedo a la hoja en blanco es un mal de todos los que escriben.

No lo sé.

A mí las hojas no me dan miedo.
Quizás por esto no soy escritora.
Porque las hojas no me asustan.
Son blancas, cándidas, esconden secretos y brillan, vaya si brillan.

A mí me doy miedo yo.

Me da miedo lo que yo pueda escribir en ellas.
Miedo de mí.
De abrir puertas y que se escapen los monstruos.
De ver que el papel ya no es blanco porque, sin querer, he dejado caer algo de lo que tardo horas en acallar todas las noches.
Todas. Antes de poderme ir sin aterrorizarme a la cama.

Encerrada en mi camarote secreto del Willy el Tuerto. 

Con las compuertas bien cerradas.
Con los tambuchos aislados.
Con las velas trincadas y abarloada en deriva, anclada a la ya elegida  historia a la que me voy a obligar.

Siempre conocida.
Siempre con arnés y doble trinquete.
Siempre un libro que ya haya leído.
Una carta.
Unos mensajes.
Una conversación.
Algo que ya haya leído tres veces.

Sin tempestades, sin viento.

Algo que no dé vértigo y que no me aterre al asomarme.
Y que no me haga caer por la borda.
Y yo ahí, bien trincada al puñetero andarível.

Anclada, desde hace tanto, tanto tiempo, que los monstruos saben mi nombre,
y me lo susurran cuando, agotada, me rindo al sueño y suelto el lastre que llegará a la orilla mañana, para que no los olvide, para recordarme que esta vez mi truco ha funcionado pero mañana, quizás mañana, mañana, no.


El papel no puede darme miedo.

Sólo es esa orilla a la que llegan los restos del naufragio en madrugadas cómo la de hoy, dónde, cansada, arropo con cuidado a mi monstruo azul que se rinde bajo mi cama. 

En el fondo, es el único que sigue queriendo navegar conmigo.


María Martul. 2018