martes, 27 de abril de 2010

Luces y Sombras. (Muchas sombras)

Luces y Sombras. (Muchas sombras),originalmente cargada por Ayliña.



"Uno de los finales más tristes que yo jamás leí es el final de Peter Pan.

"No des la luz, porque dar la luz supone enfrentarse a la jodida certeza de que hemos crecido. Si Peter Pan viniera a buscarnos, no des la luz, no vaya a descubrir que le hemos traicionado... y hemos crecido demasiado."

Extracto de la interpretación de Ismael Serrano al final de Peter Pan de J.M. Barrie



La fotografía es un cóctel mágico de luces y sombras. Como la vida.

La vida cotidiana consiste en grandes espacios grises y en penumbra donde aguzamos los ojos buscando un rayo de luz.

La mayoría de nuestro tiempo transcurre en estos grandes espacios semi-iluminados donde nos encontramos cómodos sin grandes tristezas ni grandes alegrías. Son esos largos periodos en los que todo está “bien”.

¿Cómo estás? Bien
¿Qué tal en el trabajo? Bien
¿Cómo te va con ese chico? Bien
Un “Bien” sin pensar.
Un “Bien” que espera pronto encontrar esa pequeña zona quemada donde recargar las pilas.

Pero, en ocasiones, entramos en una espacio donde los contrastes son tan pronunciados que no sabemos realmente que sentir.

Momentos en que deberías ser feliz y no lo eres.
Momentos en que deberías ilusionarte y no eres capaz.
Momentos donde la cabeza te ordena dominar al corazón.
Momentos de duda.
Momentos de bajar los brazos.
Momentos que no deberían estar ahí.

¿Por qué? Por el puto contraste.

Porque has hecho lo que debías y eso te rompe el alma.
Porque la gente te felicita mientras lloras por dentro.
Porque en vez de sentirte orgullosa te mueres de miedo.
Porque tienes vértigo en vez de mirar al horizonte.
Porque eres y no eres.

Las zonas de grandes contrastes son muy puñeteras. Los límites son tan duros que la composición de una fotografía a veces se hace imposible.

¿Hasta donde dejo llegar las sombras?
¿Se quemará esta zona con tanta luz?
¿Puedo?
¿Debo?
¿Hago?

Y, de repente, simplemente disparas.

Sabiendo que sólo es una fotografía.
Sabiendo que no tiene importancia.
Sabiendo que si es horrible, al menos aprenderás algo.
Sabiendo que siempre puedes intentarlo de nuevo.

La vida y la fotografía se asemejan en muchas cosas. Pero se diferencian en otras tantas.

Algún día aprenderé a tomarme la vida con el mismo espíritu juguetón con el que disfruto la fotografía, sabiendo que la luz soy yo, y que sólo yo puedo decidir como iluminar mi mejor encuadre.



Y otra más. ¿Por qué no?:


En la foto: La reina de corazones: Cassandra Beltari, mi hermana Rosiña

jueves, 22 de abril de 2010

Café con medias-sonrisas

Publicación para la clase de Guión Audiovisual. UDC. para Wagon-bar




Me llamó la atención y no tenía porqué. Era una chica normal que caminaba despreocupada por la Calle Real.



Quizá fue su falta de coordinación con el ritmo acelerado que imperaba en la calle lo que hizo que me fijara en ella. Paseaba como no se pasea un martes: sin prisas, con un libro y un cuaderno en la mano, anticipando un café tranquilo y desafiante frente a la actividad frenética de los que la rodeaban, disfrutando del raro placer de la soledad y del sol de la mañana.



Vestía de invierno ignorando la tímida primavera que emborrachaba de luz la calle aún mojada. La gorra, sobre unos rizos imposibles, le caía ladeada sobre el ojo derecho ocultando parcialmente su rostro, mientras que su enorme abrigo gris ondeaba tras unas botas que golpeaban con decisión el suelo de piedra, como comprobando a cada paso y con orgullo la fuerza de sus pisadas.



La seguí con la mirada, pero no fue hasta que se detuvo en un escaparate cuando reconocí como propia aquella medio-sonrisa que le dedicó a su reflejo en el cristal: sonrió como sólo lo hacen aquellos que han redescubierto su derecho a ser felices tras haber perdido la esperanza y que, maravillados, ven que ya no se sienten culpables por ello, que el futuro ya no les da miedo, que es posible y que no les disgusta del todo.



O quizá esa fue la razón por la que pensé que ella sonreía y por lo que medio-sonreí yo también al escribir en mi cuaderno: “ Hoy he visto a una chica en la calle que me ha recordado un poco a mí”, antes de volver a prestar atención al libro que descansaba al lado de mi taza ya vacía.



A Coruña. Primavera de 2010.

miércoles, 14 de abril de 2010

Vale







Publicación para la clase de Guión Audiovisual. UDC. para Wagon-bar

"Cuando era más joven podía recordar todo, hubiera sucedido o no" Mark Twain




El tren ya había pasado. Mi familia protestaba a menudo por la manía del maquinista de hacer sonar la sirena justo al pasar por detrás de la casa a las siete de la mañana, pero a mi me gustaba. Me gustaba despertarme temprano y el tren era un aliado perfecto para ello.



Permanecía con los ojos cerrados e intentaba averiguar que día hacía. Podía sentir el calor del sol atravesando la claraboya o bien escuchar el golpeteo de las gotas en el cristal, mezclado con los gritos de las gaviotas, anunciando un día de lluvia. Ese día haría sol. Olía a sol.



Nunca fui de despertar rápido. Abrir los ojos y jugar con las formas de la madera del techo, evitando mirar al señor del descansillo, era un ritual diario que se prolongó varios veranos antes de la división de la buhardilla en habitaciones y otros más hasta que ascendí lo suficiente en el escalafón para tener derecho a una. La casa, dormida a esas horas, era un ente vivo que olía a sal, a madera y gente dormida, que, en aquel mes de agosto, la atestábamos en catres y camas improvisadas.



Aquel día me levanté y me vestí como se visten los niños en verano: bañador, camiseta y pantalones cortos. Nunca hacía falta más, siempre que estuvieran medianamente limpios antes de caerme por primera vez, y eso sería pronto.



Bajé las escaleras en silencio, dejando resbalar las manos por la barandilla y calculando cuantos escalones del último tramo podría saltar esta vez. Tal vez sólo tres. Las persianas aún estaban bajadas, y sin luz era más difícil. Me detuve en el descansillo. Estaba oscuro y la puerta de mi abuela permanecía cerrada. De la habitación de la derecha venía el sonido de una respiración: Mamá aún dormía pero Papá ya estaba abajo.



Adelantando las manos, salté cuatro escalones y bajé al sótano. El suelo estaba frío y no me había puesto los zapatos. Él no quería niños descalzos en la cocina, así que me senté en el banco de la entrada a ponerme las odiadas cangrejeras mientras lo observaba a través de la puerta y él fingía no verme.



A Papá le gustaba el silencio por las mañanas, pero también le gustaba desayunar conmigo, así que me limité a ponerme de puntillas a su lado sabiendo que volvería a fingir sorpresa al verme allí y se inclinaría para recibir el beso de nuestro mudo “buenos días”.



Juntos, terminamos de preparar nuestro desayuno. “Hoy va a hacer calor” dije y él, mirándome sin responder, cogió su taza y se dirigió a la puerta que daba al porche trasero. Rápidamente limpié las migas de la mesa y salí al jardín. Papá ya estaba en la puerta.



La playa, a las siete y media de la mañana aún permanecía vacía. La marea estaba baja, pero nosotros simplemente atravesamos los escasos tres metros que nos separaban de la arena y nos sentamos en el muro, dejando colgar las piernas.



No era la primera vez. El ritual exigía silencio y yo me limitaba a imitar a mi padre, a sincronizar el balanceo de mis piernas con las suyas, la cadencia de la cuchara yendo de la taza a la boca y a sonreírle cuando me miraba y a mirar hacia el mar cuando él lo hacía.



El ruido de la taza al posarse en el cemento marcaba el final.



- Eso es un “firrete” 
- No. Eso es una gaviota. Los “firretes” son más pequeños y tienen la cola en forma de abanico. Como ese de allí.
- Vale. ¿Vendrás pronto?
- Al mediodía. Justo a tiempo para la marea alta y bañarnos. ¿Me esperarás?
- Vale. ¿Puedo salir con la bici?
- Sí, pero será mejor que te peines antes de que baje tu madre. ¿Me acompañas al coche?
- Vale. 

Nos levantamos y yo abrí el portalón con cuidado. Papá sacó el coche y lo detuvo mientras yo volvía al muro a por las tazas.

- ¿Me das un beso? 
- Vale.
- No hagas rabiar a los chicos. Nada de peleas. ¿De acuerdo?
- Vale. Y tú pórtate bien en el cole.
- Vale. Respondió mi padre, riendo, al arrancar el coche y antes de atravesar la pista de tierra que nos separaba de la playa, mientras que yo, agitando la mano, calculaba cuanto tiempo tardaría en hacer la cama, despertar a Arturo y escapar antes de que a nadie se le ocurriera mandar que me peinase. Además, Papá era el único que iba al cole en verano y él tampoco se había peinado. ¿Vale?

jueves, 8 de abril de 2010

Cuaderno de Viaje. Última jornada. Despedida y cierre.

Cuatro horas de sueño y más de tres mil kilómetros en doce horas no son los mejores ingredientes para cerrar esta bitácora pero ésta era la regla inicial: escribir todos los días. Allá voy.

Hamburgo nos despidió frío y lluvioso. Julia y Moncho nos acompañaron al aeropuerto. Pobres. Estaban agotados y yo creo que un poco deseosos de retomar su ritmo normal de vida, pero tienen con cinco meses por delante para recuperarse de la visita familiar antes de volver a vernos a finales de agosto. Se recuperarán.

Creo que una de las mejores cosas que se pueden decir al abandonar un lugar es: “Quiero volver”. Quiero volver a Hamburgo y existen razones objetivas y subjetivas para ello. Una de las grandes cosas que he descubierto es el respeto que demuestran los alemanes en todos sus actos. La coacción parece no existir en este país donde la gente se comporta como debe porque es lo correcto y no porque exista una sanción que lo amedrente. Un ejemplo de esto son los trenes. En los transportes públicos de Hamburgo no suele pasar un revisor (yo no vi ninguno) pero todo el mundo paga su billete, viajan con sus perros y sus bicicletas y a nadie se le ocurre no usar las papeleras. Vivo en una ciudad donde hasta los perros de asistencia tienen problemas, donde en nuestros sucios buses no pueden viajar más de un carrito de compra, una silla de ruedas o un coche de niño simultáneamente en base a no sé que norma absurda. En Alemania las normas rigen la convivencia, como en todas partes. La diferencia está en que, en España, la apariencia de arbitrariedad y el afán sancionador hacen que, en muchos casos, se muestren al ciudadano como trabas más que como ayudas.

El resultado de este respeto se ve en mil detalles en esta ciudad: Las mantas impecables en las terrazas de la ribera que nadie roba, los perros con entrada libre en todos lados, las bicicletas como reinas y señoras de las calles: a miles, a cientos de miles… Quiero volver.Quiero que mi país de Sanchos y Lázaros se alemanice un poco. O quizás sólo quiero volver.




Un viaje es una suma de impresiones en el haber de nuestra vida. Con el tiempo se fijan las esencias que lo conformarán en nuestro recuerdo. Una de las más importantes es la gente que te ha acompañado. Yo he hecho este viaje con mi familia, esta cambiante familia mía donde los miembros no siempre somos los mismos y que evoluciona como un ente con vida propia. Estos días me he acercado a ella otra vez quitando algunas de las piedras que yo misma he levantado por mil razones y ninguna válida. Los adoro. A todos y a cada uno de ellos: a mis padres, siempre ahí, pilares inamobibles de los “números clausus” de la gente imprescindible en mi vida, siempre presentes, siempre a la orden… a mis hermanos y a sus parejas, tan diferentes a mí, tan diferentes entre ellos. Creo que ha llegado el momento de regresar, dar la cara y rendir cuentas. Final de viaje y cambio de rumbo.

En resumen, me lo he pasado bien. Así de simple. He andado como hacía tiempo que no lo hacía, he visto lugares increíbles, he sacado dos millones de fotografías con las que torturaré a mis amigos por meses…Me lo he pasado bien.

Acabo este cuaderno de bitácora con otro extracto del mismo texto con que lo empezaba, el “Cuaderno de Corto Maltés” de Tomás Pavón.

“Un viaje nunca concluye en las costas de la última escala. Prosigue en la memoria, y el trayecto recorrido viene a ser el mapamundi que se consulta previamente, antes de que el recuerdo suelte amarras.”

En un minuto pasaré la goma de la libreta. Fin. En A Coruña, a 5 de abril de 2010.

Cuaderno de viaje. Hamburgo. Tercera jornada. Turismo y reencuentros.



Hoy hemos visitado dos pueblos increíbles: Lunëburg y Lauenburg, al sur de Hamburgo siguiendo el curso del río. Divinos.

Como ya viene siendo costumbre, hemos madrugado. A primera hora de la mañana salimos en dos coches para Lunëburg. Un paseo que nos ha permitido ver otra vez el paisaje del norte de Alemania, tan diferente al nuestro. El pueblo, lo dicho, precioso, con pequeñas tiendas providencialmente cerradas (de lo contrario mi cuenta se teñiría de rojo) en este domingo de pascua. Todo parecía extraído de un cuento infantil. Caballos enormes tirando de carros de flores, calles estrechas y adoquinadas, referencias a los músicos de Bremen, ciervos en la carretera, conejos de pascua en los escaparates, gente disfrutando del sol… una mañana que acabó con más Kartoffeln, salchichas y otros platos con tantas consonantes y tan deliciosos como los de ayer, en una antigua fábrica de cerveza, que yo, como siempre, no probé.

Al final apareció la lluvia, pero sólo el tiempo de desplazarnos a Lauenburg. Si Lunëburg parecía diseñado por los hermanos Grimm, este pueblo alberga la casa de Hansël y Gretel. Literalmente colgado sobre el Elba y dibujado al mínimo detalle. Allí, las casas arrancan sonrisas de los foráneos por su juego de proporciones que más que guiarse por los aburridos niveles y plomadas lo hacen siguiendo los caprichos de sus vigas de madera: allá donde estas tienen una curva natural, allá se va la casa. Increíble.

Otra cosa increíble es que no hayamos reventado. Apenas dos horas después de comer y con la excusa de un café, hemos entrado en un restaurante típico donde las tazas de chocolate blanco con licor de huevo local y los enormes pasteles de nata con confitura de frutos rojos no tenían perdón de Dios. Ni nosotros.

De vuelta a la ciudad y tras dejar a mis padres en el hotel (nosotras dormimos en casa de Julia y Moncho) hemos ido a tomar una cerveza de despedida con Nikki y Alex, encantadores, lo que no me sorprende siendo amigos de Julia. Esta vez sí probé la cerveza, y, no sé si por la inminente despedida, o por el calor del lúpulo, en la puerta de un bar, a tres grados de temperatura y apoyados en un árbol, me reencontré con mi hermano, ese hermano nuevo y diferente del que se marchó, con el que me llevo mejor en la distancia y tan distinto a mí que parecemos sacados de moldes opuestos y que quiero con locura.

Al final, cómo no, más salchichas, maletas, prisas y sólo cuatro horas de sueño por delante… mañana en casa.

Cuaderno de viaje. Hamburgo. Segunda Jornada. Callejeando




Si ayer me despedía con un “Mañana más” hoy me temo que ese "más" va a ser escaso. Se me cierran los ojos.


Saltamos temprano a la calle, a una primavera que aún no ha llegado del todo pero en la que no ha aparecido la lluvia que los agoreros metereólogos de Internet presagiaban para toda la semana.



Cámara a un hombro que empieza a resistirse me lanzo con toda la tropa a descubrir Hamburgo.



La primera impresión es que estamos ante una gran ciudad llena de contrastes que, dicho sea de paso, me encantan. En Hamburgo se respira desarrollo, modernidad, urbanismo y un respeto absoluto por el prójimo. Hemos visitado grandes barrios señoriales y barrios esencialmente bohemios y jóvenes, es una ciudad donde St. Pauli y Blankenese van de la mano, se rozan y alternan…



Todo el día callejeando y probando comidas deliciosas (ineludibles salchichas, bretzels y tostadas de nombre impronunciable) con Julia de anfitriona con una paciencia infinita ante la invasión de esta panda de ruidosos españoles que no se enteran de nada y que miran todo con ojos enormes.



Ya de noche, y tras cenar "Ofenkartoffeln mit Sauerrahm und Räucherlachs", que vienen siendo patatas asadas con crema agria y salmón ahumado, visitamos el Reeperbahn, el barrio rojo, posiblemente la milla más pecaminosa del mundo, donde respetables familias comparten paseo con prostitutas y jóvenes de fiesta bajo los neones multicolores de cabarets y sex shops de lujo que vieron actuar a los Beatles por primera vez.



Palabra clave: Naturalidad. Tremenda la sensación de tolerancia y libertad que se respira, que atraviesa los poros de la piel.



Tristemente algo desentona: un par de armerías no cuadran, no deberían estar ahí, exhibiendo sin pudor su funesto surtido. Eso sí es pornografía. Eso sí que no quiero que lo vean mis futuribles hijos…



¿Será que los humanos no sabemos ser libres?

miércoles, 7 de abril de 2010

Cuaderno de viaje. Hamburgo. Primera Jornada.Toma de contacto.



En primer lugar: Aquí se amanece muy temprano. En segundo: la idea que tienen los alemanes de lo que es un desayuno es similar a la mía cuando miro mi cuenta bancaria: nunca parece suficiente.


Dos horas comiendo como si no hubiese un mañana: Ahumados, Roastbeef, carne sazonada, panes de mil formas y sabores, quesos, ensaladas, jamón alemán, fruta, tomates, dulces, chocolate…casi rodando hemos llegado al metro ligero que nos ha llevado al puerto de Hamburgo, uno de los más grandes de Europa, lo que resulta increíble teniendo en cuenta que esta ciudad no tiene mar.



El paseo en barco por el Elba me muestra toda mi ignorancia. Esperaba una ciudad pequeña y me encuentro con que, en superficie, supera a Madrid con creces, y que el puerto es, con diferencia, el más grande que he visto en mi vida.



Nos recibe de vuelta el barrio portugués y sus “pastalerías” donde sus mil olores maravillosos nos envuelven hasta ponernos, de repente, en la maravillosa iglesia de Saint Michelis, con su techumbre de cobre verde, su orfeón, y su torre que pone por primera vez Hamburgo a nuestros pies con sus más de dos mil cuatrocientos puentes. Más que Venecia, Ámsterdam y Londres juntos. Otra vez mi ignorancia.



Paseamos por los alrededores del puerto y empezamos a descubrir el carácter de esta ciudad donde las bicicletas reinan por derecho propio. Hay ganas de callejear pero nos espera a las afueras la familia de Julia para un “café alemán” así que, tren, coche y entornos maravillosos donde el brezo de todos los colores alfombra pueblos preciosos.



Café alemán. Ja. Un café alemán es la excusa para tomar cantidades ingentes de tartas enormes. Para describir el cuadro de esta tarde hace falta implorar a la concepción surrealista de quien quiera imaginar una escena en la que cuatro españoles de los cuales tres no hablan alemán y cuatro alemanes de los cuales los mismos no entienden una palabra de español, consideran que hablando alto, retardando las palabras y gesticulando mucho tienen más posibilidades de ser entendidos mientras se atiborran de trozos de pastel del tamaño de un mamut pequeño. Creí que Moncho y Julia, improvisados traductores, morían de un infarto en aquel salón de té, que parecía el comedor de una casita de campo en el pueblo de Heide. Al final, sobrevivieron.



Ya de vuelta cena tranquilita en casa: Hering tartar (tartar de arenque: tengo la receta) y pollo a la mostaza. Todo muy recomendable.



Sigo sin saber quien es este armario ropero de 1,90, que cocina como los ángeles, habla alemán, se viste de traje entre semana y se parece vagamente a mi hermano pero hoy estoy demasiado cansada para averiguarlo.



Mañana más.

Cuaderno de viaje. In itínere. Madrid - Amsterdam - Hamburgo: O' Brother


O' Brother, originalmente cargada por Ayliña.



Jornada de viaje. Madrugones, aeropuertos, roces familiares, retrasos, cartas de embarque perdidas…Barajas. Siphol. Hamburgo. Moncho.

Un Moncho como siempre pero distinto al que le cantamos el “Cumpleaños Feliz” en el coche los cinco juntos como hacía muchos años que no recordaba y que nos condujo al piso en el que él y Julia viven en un barrio residencial en el centro de la ciudad.

La casa es preciosa. Los suelos son de madera clara, las paredes blancas y los techos altísimos. Hay fotos, muchas fotos: familia, A Coruña y Hamburgo son la tónica temática. Alguna es mía y también un par de horrorosos cuadros que pinté y que mi hermano, en un arranque fraternal, ha enmarcado por el simple hecho de que se los regalé. Emociona y mucho el ver que, tan lejos, seguimos presentes en su vida. Este apartamento es Julia y Moncho. Sargadelos y platos alemanes conviven en una simbiosis perfecta. Una gozada de piso, tanto, que dan ganas de matar a este viquingo de casi dos metros al recordar como era su habitación en casa.

Hemos salido a cenar para celebrar su cumpleaños a un restaurante precioso, El 100miles. Pequeño, familiar y con una comida deliciosa para una familia muerta de sueño y con demasiadas ganas de cama como para hacerle los honores al lugar y al chico del día: mi hermano Moncho, o Ramón como se llama ahora. Felices treinta y cuatro Viquinguiño. Mañana será otro día.

Cuaderno de viaje. Escala uno. Madrid.



Me gusta Madrid. Me gusta su ambiente viciado, su metro hasta los topes y su aire elegante y rancio de ciudad que se debate entre ser cosmopolita y ser totalmente trasnochada.


Es por que me encanta pasear por Madrid por lo que, deliberadamente y tras abandonar a mi familia en el hotel, espacié lo suficiente las dos citas ineludibles que tenía que hacer esta tarde paréntesis entre dos vuelos.



Inma. De siempre. Cómoda. Divertida. Los amigos, los de toda la vida, son como las zapatillas viejas: no sabes cuanto te apretaban los zapatos hasta que te las pones al llegar a casa. Una Coca Cola rápida e insuficiente en su oficina marca que la echo de menos y el principio de mi paseo.



Me sumerjo ya sola en mi Madrid. Mi Madrid de cielos claros, de cámara al cuello, de los Austrias, de la librería San Ginés, del Lardy, del Café de Oriente y del Círculo de Bellas Artes. Este Madrid que suelo reservarme para mí sola cuando quiero ir al teatro, visitar una gran exposición o simplemente escuchar mis pasos recordándome quien soy y que visito tres días cada diciembre o tres horas robadas a cualquier recién estrenada primavera.



Al final se me torció lo del paseo. Descubrir la cara de Javi a través del cristal de la cafetería fue una sorpresa y no hay paseo que valga cuando está en juego un café con un amigo ante el que presumir de objetivo fotográfico nuevo mientras no llega la hora de la cena con Inés.



Inés. Dos horas prestadas de risas, películas, bromas y alguna inevitable lágrima que ya no sé como atajar y que me llenan de frustración, impotencia, de tópicos no pronunciados y de una admiración inmensa por esta niña a la que he visto crecer ante mis ojos.



Llego al hotel tarde y sonriendo pensando en lo irreal del día de hoy y de los días que me esperan. Hoy me he levantado en casa y, por arte de magia, he pasado una gran tarde y mañana tomaré otros dos aviones que me llevarán a descubrir la nueva vida de aquel pelirrojo llorón que un día compartió habitación conmigo. Me muero de ganas. Hamburgo: allá voy.