Dicen
que el miedo a la hoja en blanco es un mal de todos los que escriben.
No lo
sé.
A mí
las hojas no me dan miedo.
Quizás por esto no soy escritora.
Quizás por esto no soy escritora.
Porque
las hojas no me asustan.
Son
blancas, cándidas, esconden secretos y brillan, vaya si brillan.
A mí me
doy miedo yo.
Me da
miedo lo que yo pueda escribir en ellas.
Miedo de mí.
De abrir puertas y que se escapen los monstruos.
Miedo de mí.
De abrir puertas y que se escapen los monstruos.
De ver que el papel ya no es blanco porque, sin querer, he dejado caer algo de lo que tardo horas en acallar todas las noches.
Todas. Antes de
poderme ir sin aterrorizarme a la cama.
Encerrada en mi camarote secreto del Willy el Tuerto.
Encerrada en mi camarote secreto del Willy el Tuerto.
Con las
compuertas bien cerradas.
Con los tambuchos aislados.
Con los tambuchos aislados.
Con las
velas trincadas y abarloada en deriva, anclada a la ya elegida historia a la
que me voy a obligar.
Siempre
conocida.
Siempre con arnés y doble trinquete.
Siempre con arnés y doble trinquete.
Siempre
un libro que ya haya leído.
Una
carta.
Unos
mensajes.
Una
conversación.
Algo que
ya haya leído tres veces.
Sin
tempestades, sin viento.
Algo que
no dé vértigo y que no me aterre al asomarme.
Y que no me haga caer por la borda.
Y que no me haga caer por la borda.
Y yo
ahí, bien trincada al puñetero andarível.
Anclada,
desde hace tanto, tanto tiempo, que los monstruos saben mi nombre,
y me lo
susurran cuando, agotada, me rindo al sueño y suelto el lastre que
llegará a la orilla mañana, para que no los olvide, para recordarme que esta vez mi truco ha funcionado pero mañana, quizás mañana, mañana, no.
El papel
no puede darme miedo.
Sólo es
esa orilla a la que llegan los restos del naufragio en madrugadas
cómo la de hoy, dónde, cansada, arropo con cuidado a mi monstruo azul que se rinde bajo mi cama.
En el fondo, es el único que sigue queriendo navegar conmigo.
En el fondo, es el único que sigue queriendo navegar conmigo.
María
Martul. 2018
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