jueves, 8 de abril de 2010

Cuaderno de viaje. Hamburgo. Tercera jornada. Turismo y reencuentros.



Hoy hemos visitado dos pueblos increíbles: Lunëburg y Lauenburg, al sur de Hamburgo siguiendo el curso del río. Divinos.

Como ya viene siendo costumbre, hemos madrugado. A primera hora de la mañana salimos en dos coches para Lunëburg. Un paseo que nos ha permitido ver otra vez el paisaje del norte de Alemania, tan diferente al nuestro. El pueblo, lo dicho, precioso, con pequeñas tiendas providencialmente cerradas (de lo contrario mi cuenta se teñiría de rojo) en este domingo de pascua. Todo parecía extraído de un cuento infantil. Caballos enormes tirando de carros de flores, calles estrechas y adoquinadas, referencias a los músicos de Bremen, ciervos en la carretera, conejos de pascua en los escaparates, gente disfrutando del sol… una mañana que acabó con más Kartoffeln, salchichas y otros platos con tantas consonantes y tan deliciosos como los de ayer, en una antigua fábrica de cerveza, que yo, como siempre, no probé.

Al final apareció la lluvia, pero sólo el tiempo de desplazarnos a Lauenburg. Si Lunëburg parecía diseñado por los hermanos Grimm, este pueblo alberga la casa de Hansël y Gretel. Literalmente colgado sobre el Elba y dibujado al mínimo detalle. Allí, las casas arrancan sonrisas de los foráneos por su juego de proporciones que más que guiarse por los aburridos niveles y plomadas lo hacen siguiendo los caprichos de sus vigas de madera: allá donde estas tienen una curva natural, allá se va la casa. Increíble.

Otra cosa increíble es que no hayamos reventado. Apenas dos horas después de comer y con la excusa de un café, hemos entrado en un restaurante típico donde las tazas de chocolate blanco con licor de huevo local y los enormes pasteles de nata con confitura de frutos rojos no tenían perdón de Dios. Ni nosotros.

De vuelta a la ciudad y tras dejar a mis padres en el hotel (nosotras dormimos en casa de Julia y Moncho) hemos ido a tomar una cerveza de despedida con Nikki y Alex, encantadores, lo que no me sorprende siendo amigos de Julia. Esta vez sí probé la cerveza, y, no sé si por la inminente despedida, o por el calor del lúpulo, en la puerta de un bar, a tres grados de temperatura y apoyados en un árbol, me reencontré con mi hermano, ese hermano nuevo y diferente del que se marchó, con el que me llevo mejor en la distancia y tan distinto a mí que parecemos sacados de moldes opuestos y que quiero con locura.

Al final, cómo no, más salchichas, maletas, prisas y sólo cuatro horas de sueño por delante… mañana en casa.

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